LA ERA DE LA ESTUPIDEZ
Se nos prometía que con el avance tecnológico, la innovación y las ciencias aplicadas el hambre en el mundo desaparecería y con él muchos de los males que han acompañado a la humanidad a lo largo de su historia. En contraste con el paraíso prometido hoy la humanidad acumula, por encima de los males conocidos, unos nuevos que, de no mediar un cambio de rumbo, no dejan espacio para el menor asomo de optimismo.
Con el título de esta columna, prestado del documental así llamado, “La era de la estupidez” de la documentalista británica Fanny Armstrong, quien nos alerta sobre los efectos devastadores del cambio climático, quiero llamar la atención sobre los signos de nuestros tiempos ya en el plano del comportamiento humano a esta altura de su evolución.
Tiene uno que ser muy insensible si no se impacta en grado sumo cuando nos dicen que cada año cerca de un millón de personas, muchas de ellas jóvenes, deciden quitarse la vida, cifra que tiende a su crecimiento con el tiempo. Con todas las motivaciones que pueda haber detrás de tan drástica determinación preocupa saber que muchas de ellas se pueden agrupar en sentimientos que responden al modelo de sociedad que nos tocó vivir. Sin duda, la angustia que causa la inseguridad sobre el futuro explica muchas de las decisiones de suicidio. Se han justificado muchas de ellas por el desespero que genera la incertidumbre sobre el futuro propio y el los hijos, una quiebra económica o la falta de empleo. Pero también la estrechez del modelo normativo en todos los ámbitos de la vida que imponen la intolerancia y la incomprensión de quienes son considerados desadaptados por los nuevos inquisidores. Cada vez menos la defensa del honor o la reacción ante la deshonra aparecen como explicación del fenómeno.
Los valores que se imponen respecto al modelo de individuo exitoso, basado en el tener y el consumir, detrás del cual corren las víctimas inadvertidas, traen consigo insatisfacción y vacío existencial dando paso a patologías siquiátricas que explican los comportamientos agresivos o depresivos de muchos de nuestros congéneres. El modelo competitivo que se está imponiendo ha hecho perder los valores de solidaridad, cooperación, vecindad, compañerismo, y en cambio va moldeando un nuevo individuo competidor, que ve en el otro al contrincante, si no al enemigo, en la carrera por la supervivencia en la vida laboral, comercial, empresarial y deportiva.
El mundo del trabajo se ha tornado en un escenario de sobre-explotacíon con los “contratos basura”, a corto término, tercerizados a través de empresas de servicios temporales ajenas a la empresa donde se labora, con jornadas extenuantes que se entienden obligatorias so pena de perder el empleo, el logro de objetivos que se van moviendo hacia adelante cada vez que se están alcanzando.Todo ello envuelto en el concepto de la competitividad. Como consecuencia de esta carrera loca por el máximo rendimiento tenemos una fuerza laboral y una sociedad cansada, extenuada, enferma y sin posibilidades del disfrute del ocio, el tiempo libre, la cultura.
La presión publicitaria crea los consumidores para un sinnúmero de cosas superfluas o con caducidad programada que obliga a su repetitivo reemplazo, ejercicio dirigido a mantener unos índices de crecimiento de la economía que se vuelven fin y no medio de satisfacción de necesidades reales. La dictadura del crecimiento que recomiendan los centros de poder y de pensamiento del sistema está dejando una sociedad cansada, un ser humano enfermo, endeudado, insatisfecho.
Pero no es solo el ser humano el sometido a este estrés. La naturaleza misma acusa ya los golpes dados por este modelo irresponsable de acumulación sin límites. La respuesta está dada en las alteraciones del clima con cambios extremos en sus registros. Las catástrofes naturales se explican por la intensidad de su explotación por el hombre y son la cuenta de cobro que pasa por tanta irracionalidad acumulada.
Alguien decía que no encontraba racionalidad alguna en un ser que contamina los ríos para luego gastarse enormes recursos en su descontaminación. En un ser que dedica grandes fortunas produciendo armas para matar a otros hombres que hacen lo mismo y cuando están a punto de extinguirse mutuamente se sientan en una mesa a pactar la paz que pudieron hacer antes de la guerra. O, en el colmo de la idiotez, nada racional un ser que tumba una montaña con sus árboles y fuentes de agua para sacar unos lingotes de oro que luego trae a la bóveda de un banco para que alguien se ufane de ser su propietario sin disfrute alguno. Para eso, remataba el comentarista de la historia, sería menos dañino para todos, traer el banco y colocarlo encima de la montaña intacta, con sus ríos, sus quebradas, sus árboles, sus pájaros y su oro, claro.
Naturaleza y seres humanos hace tiempos perdimos la ruta de una convivencia en armonía y respeto iniciada con los primeros pasos del hombre sobre el planeta. A pesar de los innegables avances científicos y de las posibilidades de la vida moderna es tal la magnitud de la catástrofe prevista que a la nostálgica exclamación según la cual todo tiempo pasado fue mejor, le encontraremos su sentido pleno cuando ya sea demasiado tarde.
Arturo Montoya Ramírez
Medellín, febrero de 2015